Durante mucho tiempo creí que era yo quien tomaba las decisiones. Que era el autor de mis logros. Pero en una pequeña isla del Pacífico, mientras achicaba agua dentro de una canoa ancestral rodeado de maorís en medio del Océano, comprendí algo más profundo: que no hay hacedores separados. Que la vida es un único movimiento.
Cada mañana, después de que me trajeran un café, ojeaba la prensa económica antes de compartir impresiones con mi compañero de trabajo. “Al final no fue tan mala idea vender mis acciones de Telepizza y Arroz SOS la semana pasada, 80% de rentabilidad combinada en apenas unos meses, te dije que era el inicio de la caída.”
“Eres un genio Jordi, ¿cómo lo haces? Un día me tienes que explicar tu secreto.”
En el 2000, un año después de graduarme en Económicas, ya trabajaba en un puesto directivo de una importante multinacional con sede en Madrid. Todas mis metas se iban cumpliendo, incluso antes de lo previsto, pero ¿estaba realmente satisfecho con mi vida?
Por las tardes me encontraba con mi amigo Javi, y cuando me preguntaba qué tal, no me quedaba otra que reconocer el agobio de sentirme atrapado en la rutina. A pesar de que amaba viajar, me había convertido en una persona que pasaba la vida trabajando entre cuatro paredes. Charlando con mi amigo, me di cuenta de que no tenía el más mínimo deseo de hacer carrera como directivo. Lo que para la sociedad era tener éxito, para mí era un sinsentido. ¡Lo que me gustaba era la aventura! ¿Qué atractivo tenía una vida de oficina? ¿Podría haber un contexto más opuesto a lo que realmente deseaba?
En una de aquellas tardes, Javi planteó que encontráramos una forma de vivir viajando por el mundo. Sonaba bien. Pero aunque Javi tiene la cualidad de proponer algo y que resulte sencillo seguirle, para mí se trataba de abandonar una incipiente carrera de éxito profesional que compensaba los años empleados en la universidad. En cualquier caso, dije que sí a su propuesta como un juego, para distraerme planeando alternativas.
Cada tarde, después de salir de la oficina, nos sentábamos a compartir ideas, cada cual más absurda, sobre documentales de viaje que podríamos realizar por el mundo mientras lo recorríamos. Pero, poco a poco, me iba dando cuenta de que Javi iba muy en serio, y a mí ya no me parecía un plan tan disparatado. Además, como planteábamos proyectos de viaje con un objetivo, para mí la aventura iba a tener un sentido, que no iba a ser viajar sin más, y esto me sirvió de impulso para pasar a la acción.
Pasaban las semanas, pero no lográbamos dar con una idea que pudiera ser interesante y lograr financiación. Pero un día, uniendo el interés en viajar y en la navegación en embarcaciones antiguas, se nos ocurrió que podríamos mostrar alternativas a la historia oficial canaria según la cual los aborígenes guanches no navegaban el mar y no había interconexión entre las islas. Javi admiraba al explorador Thor Heyerdahl, que con su expedición Kon-Tiki demostró que en la antigüedad se daban movimientos migratorios por mar.
Preparamos un dossier con nuestros argumentos y presentamos el proyecto a una universidad canaria para obtener financiación, ofreciéndonos a llevar a cabo la aventura de reconstruir una embarcación en las Islas Marquesas, islas volcánicas al otro lado del globo, buscando un reflejo en la Polinesia de cómo podría haber sido la navegación que interconectaba las islas Canarias entre sí en la antigüedad.
Así, obtuvimos la financiación necesaria para el viaje, una cámara de vídeo y cintas. Después de muchos vuelos, escalas, esperas, gestiones y avionetas, llegamos a Nuku Hiva, la isla principal de las Marquesas, un lugar paradisiaco e inaccesible. Sin embargo, no encontramos rastro de embarcaciones antiguas, que era en lo que se basaba todo nuestro proyecto. Además, y en medio de nuestra desilusión, nos habíamos quedado sin dinero. En nuestra ingenuidad, creíamos, al menos, que íbamos a sobrevivir pescando, pero no atinamos a sacar ni un pececillo. Por suerte, los locales empezaron a traernos frutas para que comiéramos algo.
“Jordi, si hay que atar cuatro troncos, hacer una balsa y navegar, lo haremos, para eso hemos venido. Aunque se hunda. No es tan importante llegar al destino como haber navegado.”
Escuchando a Javi empezaba a preocuparme, ¿estaba dispuesto a arriesgar la vida por un proyecto que había empezado a fracasar nada más llegar a Nuku Hiva?
Gracias a que Jean Luc, un arqueólogo que trabajaba en un yacimiento en la isla, vino a vernos, nos dio opciones de cómo podríamos seguir con nuestra aventura. Jean Luc nos animó a que fuéramos a Ua Pou, una isla a 60 km, y habláramos con Rataró, el líder espiritual de esa tribu, que estaba interesado en la navegación tradicional e incluso había reconstruido una embarcación antigua y navegado hacia Tahití. Ua Pou era un lugar aún más remoto y tradicional que Nuku Hiva. Esta sugerencia nos devolvió la motivación. Javi olvidó el plan de la travesía suicida.
Como para llegar a Ua Pou había que esperar el paso del carguero Taporo, acampamos algo más de un mes en un monte frente a la playa de Nuku Hiva. En ese monte aprendí a acampar y a sobrevivir sin reservas de comida. Cada noche, mientras nos picaban los insectos, los locales nos enseñaban los nombres y características de las estrellas que veíamos. Los días transcurrieron entre mangos y leyendas.
Por fin, un mes después, llegó el carguero que nos trasladó a la isla de Ua Pou. Nada más desembarcar, en medio de la oscuridad de la noche, Javi vio el esqueleto de una embarcación antigua. Arrancamos a correr con lágrimas de alegría hacia ella y, al llegar, Javi intentaba abrazar lo que quedaba de la nave. Luego sabríamos que se llamaba Vaka Moana (“canoa del océano” en maorí), y apoyados en ella dormimos la primera noche en Ua Pou.
Nos despertamos con todo el pueblo rodeándonos y observándonos con curiosidad. Les explicamos que veníamos de Canarias, unas islas volcánicas de España, para tratar de aprender cómo era la navegación maorí entre islas similares, y así descubrir cómo podrían nuestras islas haber estado interconectadas en el pasado.
Nos dijeron que debíamos esperar a Rataró, que estaba en la otra punta de la isla y que llegaría en tres días. Pasamos ese tiempo sentados en la playa dándole vueltas a cómo explicarle lo que queríamos hacer y cómo convencerle para que nos ayudara, puesto que, sin su colaboración, el proyecto no sería viable.
Cuando Rataró llegó, Javi mantuvo una conversación con él y le relató nuestra peripecia y por qué estábamos allí. Nuestro miedo inicial a no recibir su apoyo se transformó en asombro cuando Rataró contó a su pueblo, emocionado, que el mana (espíritu) de sus ancestros nos había llevado hasta allí para que la embarcación Vaka Moana volviera a navegar entre islas y, con ello, reconectar con las raíces maorís que estaban desapareciendo por la influencia del colonialismo francés. Lo que para mí había sido una excusa para pasar un año viajando, para Rataró tenía un sentido trascendental.
De inmediato, todo el pueblo se puso a trabajar con entusiasmo para restaurar a Vaka Moana. Nos enseñaron sobre construcción de embarcaciones, vientos y mareas, orientación a través de las estrellas… Pasamos cuatro meses dedicados a la reconstrucción. Nuestro proyecto de aprender cómo pudieron navegar los guanches se había convertido en su proyecto de resucitar sus propias raíces.
Llegó la mañana en que debíamos navegar los 60 km hacia Nuku Hiva. Todo el poblado maorí estaba presente, empujando la canoa al mar o vitoreando desde la orilla. Me asustaba que parte de los cabos hubieran sido atados por mí, a quien aún hoy se le desatan los cordones del zapato pocos minutos después de atarlos.
Zarpamos rumbo a Nuku Hiva: Javi, siete maorís que no sabían nadar y yo. En el horizonte, solo océano. Cuando llevábamos más de cinco horas navegando, empecé a marearme por insolación y sentía el peso del cansancio acumulado. Entonces escuché:
—“Está entrando agua. ¡Jordi, métete en el casco de estribor a achicar!”
—“¿Por qué yo?”
—“Eres el más pequeño.”
Antes de entrar, miré alrededor. Solo mar. Miré a Javi y al grupo de maorís que nos acompañaba, por si pudiera ser la última vez que los veía. Recordé los tiburones que veíamos desde la playa. Acurrucado y achicando agua, pensé en las palabras de Javi: “No es tan importante llegar al destino como haber navegado.”
He tenido una buena vida, pensaba, mientras seguía achicando.
Después de ocho horas de navegación, ya anocheciendo, nuestros compañeros gritaron: “¡Nuku Hiva!” Un grupo de nubes que se suponía que ocultaba la isla ya podía verse a lo lejos: no estábamos perdidos. Aún quedaban cinco horas más, pero sabíamos que llegaríamos.
Justo en el momento de atracar, escuchando los cantos, los gritos, y viendo la fiesta de recepción maorí que nos esperaba por la hazaña, tomé conciencia de lo que estaba sucediendo y de lo que significaba para los maorís de las Marquesas. Mientras me dejaba flotar en el agua de la orilla, ya no sabía si aquello había sido una idea propia para justificar un año de viaje o si realmente el espíritu del barco nos había traído hasta allí para motivar a su tribu a reconectar con las raíces. Solo sabía que aquello estaba sucediendo, y que formábamos parte de ello.
Acabábamos de llegar navegando a Nuku Hiva, la isla donde, cuatro meses antes, se reían de nosotros por no saber pescar ni sobrevivir a los insectos. Ahora, éramos recibidos por esas mismas personas con fuegos y danzas como miembros de la tribu que habían realizado una gran hazaña.
Y en ese instante, lo comprendí. Algo cambió en mi forma de ver las cosas: no éramos nosotros los que lo habíamos logrado. La vida misma nos había traído hasta allí, motivando que Vaka Moana volviera a navegar. Todo es un único movimiento.
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