¿Qué determina nuestros comportamientos, nuestras decisiones, nuestra forma de relacionarnos? Muchos de nosotros hemos sostenido relaciones que no nos nutrían, o estilos de vida que no sentíamos como propios, pero que manteníamos por encajar o por costumbre. A veces incluso nos hemos forzado a seguir un camino profesional, o a desarrollar un talento, que en realidad no resonaba con nosotros, simplemente porque “se supone” que deberíamos vibrar con eso. Entonces, ¿qué es lo que moldea nuestra forma de ser?
Al menos tres factores, un temperamento de base, la influencia del entorno y la construcción de una identidad separada, o ego.
El temperamento, según la RAE, es el conjunto de rasgos innatos que dependen de la constitución de cada individuo y condicionan su forma de ser y de reaccionar. Igual que uno nace con el pelo rizado o con facilidad para ganar peso, también nace con una tendencia particular. Algunas personas son más mentales, otras más emocionales, y otras son más instintivas. Hay quienes piensan rápido, otros observan en silencio. Algunos se activan con el contacto, otros necesitan soledad. Nada de eso lo elegimos, sino que viene dado, y no es un error.
Es como si la vida afinara cada cuerpo a una nota concreta. Una sinfonía no necesita que todos los instrumentos suenen igual. Cada uno tiene su tono, su función y su tempo. Ver esto ya alivia la carga, porque mucha de la frustración nace de creer que deberíamos ser distintos para estar bien: más sociales, más estables, más racionales. Pero no se trata de forzar otra nota, sino de afinar la que ya suena. Y eso solo ocurre cuando se ve con claridad cómo funcionamos.
El entorno, por su parte, añade capas de condicionamiento que moldean esa base. Padres, colegio, cultura, experiencias… A veces potencian lo que ya venía dado, otras lo tapan o lo distorsionan. Un niño muy sensible que crece en un entorno donde la emoción no se valida puede volverse muy mental para protegerse. Una niña muy expresiva que vive en un ambiente que premia la discreción puede aprender a reprimir su entusiasmo. Pero ese impulso original no desaparece, solo queda cubierto.
Y luego está el ego, el gran malentendido. Aparece hacia los dos o tres años, cuando el niño empieza a decir “yo” y comienza a creerse alguien, a sentirse separado del resto de la experiencia. Así nace el ego. No como una maldad, sino como una creencia: yo soy esto. Y si yo soy esto, tengo que protegerlo y validarlo. Es el ego el que impulsa a sostener un personaje concreto, con unos comportamientos, actitudes y un estilo de vida que cree que ha de mantener para reafirmarse.
Ese esfuerzo por proteger una apariencia no proviene del temperamento ni del entorno, sino de la identidad construida encima. Y esa es la raíz del malestar psicológico. Esa falsa sensación de existencia separada intenta apropiarse de lo que sucede y lo etiqueta: yo soy así, tengo que mejorar, no debería sentir esto… Ese “yo” no es real. Es solo una imagen, una sensación de separación que se superpone a la vida. Y lo más desgastante es que nuestra energía acaba al servicio de ese personaje.
Desde fuera, a veces se confunde el temperamento con el ego. Dos personas pueden tener una carácter fuerte o intenso, pero su energía puede venir de lugares muy distintos. Imagina a dos personas que son muy exitosas en lo que hacen. Una lo hace desde la carencia, con necesidad de demostrar, de destacar, de llenar un vacío. Desde el ego. Vive en constante tensión y desgaste. La otra, en cambio, actúa desde su temperamento natural, desde la plenitud, en paz, dedica su tiempo y energía a la actividad porque disfruta mucho de lo que hace y se entrega por puro gusto.
Desde fuera pueden parecer iguales, pero la diferencia está dentro, una necesita validarse mientras que la otra simplemente se expresa. Por eso, el ego no es una forma de ser. No es tener carácter o no tenerlo. Es el sentido de separación, el impulso de tener que completarse. El verdadero ego, tal como lo entendemos aquí, no es fuerza de carácter, sino ese tercer factor ilusorio, la necesidad de ser algo definido para sentirse alguien.
Existe la creencia en el mundo del desarrollo personal y la espiritualidad de que, a medida que uno avanza, se va deshaciendo de sus condicionamientos. Pero la verdad es otra. Temperamento y entorno son condicionamientos reales. El ego no. Es una ilusión sostenida por la creencia de que somos alguien separado. El ego es el único tipo de condicionamiento que el autoconocimiento disuelve.
Porque no es real, es solo una costumbre mental, un malentendido de identificación que, al verse con claridad, pierde fuerza. Como se desvanece una ilusión cuando uno despierta. Pero el condicionamiento real no desaparece. Lo que cae, cuando se observa con honestidad cómo opera el organismo y desde dónde actuamos, es ese tercer factor, el ego o sentido de separación, junto con el malestar psicológico que lo acompaña. Lo que revela la espiritualidad no es un yo liberado, sino que ese yo nunca existió.
Por eso, el despertar espiritual no consiste en volverse más perfecto ni más sereno. Consiste en ver que ese tercer factor de condicionamiento, el sentido de identidad separada, no se sostiene. Y lo que queda no es un ser elevado que levita libremente. Lo que queda es un cuerpo, con su temperamento, su entorno y sus circunstancias, pero funcionando sin la interferencia del sentido de separación. Es un cuerpo que opera de forma más fluida, más funcional, más creativa. Libre de un “yo” que desgasta intentando apropiarse de cada experiencia. Lo que queda es la vida, tal como es. Sin el filtro del ego.
Cuando ese tercer factor cae, la energía se libera. Relaciones que ya no están en sintonía se disuelven. Vivir para encajar en un cierto estilo de vida pierde sentido. Despiertan los verdaderos talentos que estaban dormidos y que se hallaban en un lugar diferente a donde se buscaban. ¿Por qué? Porque se ha soltado lo que los bloqueaba. La energía que antes se usaba en sostener una identidad ahora fluye. Y al fluir, transforma. A veces cambia el contexto. Otras, el contexto sigue igual, pero uno lo vive distinto. Como si sonara la misma canción, pero desde otro aparato.
Tras el despertar siguen existiendo condicionamientos, gustos y preferencias, pero ya no hay nadie diciendo “esto soy yo”. Ya no hace falta definirse, ni justificarse. El cuerpo hace lo que tiene que hacer. Pero no luchas contra las situaciones que encuentras, ya no estás ahí como entidad separada, oponiéndote o interfiriendo. Ahora vives con menos resistencia, dejando que la vida te lleve a expresar lo que realmente eres.
Y ahí es donde entra la práctica fundamental: observarse. No para mejorar. No para controlar. Solo para ver con claridad cómo funcionamos. Observar con la misma actitud que tendría un biólogo en la selva ante una especie nueva: con curiosidad, sin juicio, sin interés por modificar nada. Desde ese espacio de mayor claridad empezamos a distinguir qué parte de lo que somos es temperamento, qué parte es entorno y qué parte es ego. Y esa distinción genera una desidentificación natural. Ya no hay que forzar el cambio.
La invitación aquí es simple: observar para conocer. Ver cómo funciona este cuerpo. Qué parece innato, qué aprendido, y qué responde al miedo de no ser suficiente. No para analizarlo ni para repararlo, sino simplemente para ver. Para dejar de confundirlo con lo que somos. Cuando uno ve de verdad, ya no hace falta esforzarse en cambiar. Lo que somos no necesita mejoras, solo espacio para expresarse. No venimos a optimizarnos ni a convertirnos en una versión ideal. Venimos a conocernos, a reconocer qué nos mueve, permitiendo que la vida suene en la nota que nos fue dada. Porque cuando dejamos de querer ser otra cosa reflejamos mejor lo que somos.
Observar sin expectativa es lo que permite que todo empiece a fluir mejor. No porque hagamos más, sino porque interferimos menos. La respiración se armoniza cuando se observa. Las reacciones también. Y en ese espacio de silencio consciente, donde ya no estamos sosteniendo un personaje, surge una forma más pura de vivir. Porque, al final, la flor no se abre tirando de los pétalos. Se abre sola, cuando hay tierra fértil, agua y sol. Y eso es precisamente lo que aporta la observación desidentificada, un espacio interno fértil donde lo que somos puede desplegarse sin interferencias.
Y cuando esa interferencia ilusoria se disuelve, cuando el ego cae, algo más aparece, un espacio desde donde surge un nuevo ritmo para hablar con un tono más cálido, más paciencia y atención para escuchar y ponerse en el lugar del otro. No surge un “nuevo yo”, sino una mayor autenticidad. Lo que podría parecer ego puede ser simplemente expresión sin miedo. Y lo que antes parecía docilidad, puede haber sido solo una forma de adaptarse desde la carencia. Cuando se disipa la necesidad de ser alguien, emerge la luz de lo que ya éramos. Menos ilusión. Más verdad.
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En este breve pero impactante ensayo, Harding nos invita a una experiencia radical: mirar directamente y descubrir que, en el lugar donde creemos tener una cabeza, hay en realidad apertura, silencio y espacio consciente. Sin adornos ni mística, solo una observación inmediata que desmonta el yo construido. Ideal para quienes están listos para dejar de pensarse y empezar a verse tal como son: presencia sin forma.
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Gracias por compartirlo Jordi, me dejas una gran tarea para hacer en la vida, como en cada uno de tus post lo comparto y lo reenvío. Mil gracias abrazo desde Argentina
Gracias a ti Raúl. Me alegra mucho saber que lo que comparto te inspira y te acompaña en tu camino. Un fuerte abrazo hasta Argentina y gracias por difundirlo, es un regalo que llegue a más personas