La otra orilla
Hacía apenas tres días David estaba en una isla, rodeado de amigos. Frente al mar turquesa, sostenía una copa de ron mientras sonaba música house de fondo. Fue cuando su madre llamó. Tu abuelo ha muerto.
Se quedó mirando el agua, como si la noticia no pudiera alcanzarlo allí. Vivió muchos años, un gran tipo, pensó. Lo siento mucho, tío, dijo un amigo, dándole una palmada en la espalda. Es parte de la vida, respondió en voz alta, como si quisiera convencerse.
El plan siguió. Snorkel en la cala. Cócteles al atardecer. Bailes en la arena. Pero el ron le quemaba la garganta con un regusto amargo. En la cena, alguien hizo un chiste y todos estallaron en carcajadas. David forzó la risa en un gesto seco lleno de extrañeza. En el estómago sentía un nudo y en la boca un vacío. Nada tenía sabor. Nada tenía gracia.
Esa noche, en la habitación del hotel, una sensación de agobio desconocida lo atrapó en silencio. Tomó el móvil. Deslizó el dedo por las fotos. Allí estaba su abuelo, sonriendo en un cumpleaños, con las manos manchadas de tierra en el huerto, sentado bajo el roble. Recordó de golpe el olor de los melocotones recién cogidos y cómo el abuelo le dejaba morderlos todavía calientes de sol. La mirada de su abuelo lo interpelaba desde otra orilla. Buscó su número en la agenda. Durante unos segundos, tuvo el impulso de llamarlo. Cerró los ojos y se dejó caer en la cama. En ese instante entendió que no podía seguir huyendo.
De vuelta en la casa familiar, sentado en el sofá con el álbum de fotos entre las manos, recordó una frase que solía decir el abuelo, son las raíces las que sostienen el árbol, aunque nadie las vea. En ese momento, esas palabras cobraron otro peso. David se levantó, salió al jardín y buscó el roble donde su abuelo le contaba historias. Estaba allí, más firme y robusto que en su memoria. Se sentó bajo sus ramas. El viento movía las hojas y el sol se filtraba en ráfagas de luz.
Por primera vez en mucho tiempo, no sintió la urgencia de marcharse y algo dentro de él, la ansiedad de fondo que siempre le acompañaba, lentamente comenzó a calmarse.
Elogio de la sobriedad
Durante años
confundí la libertad
con el movimiento.
Llené el aire de ideas,
el tiempo de planes,
la vida de escapes.
Creía que estar aquí
era estar encerrado.
Que parar
era morir.
Pero un día
el silencio me habló.
Y no estaba hueco,
era hogar.
La sobriedad llegó
sin hacer ruido,
como esas verdades que no gritan
porque no necesitan convencer.
No vino a quitarme nada.
Vino a mostrarme
que nada me faltaba.
No fue castigo.
Fue descanso.
Fue dejar de correr
sin saber de qué.
La sobriedad me enseñó
a quedarme.
A no buscar el siguiente instante,
porque este lo es todo.
A saborear lo esencial
sin los aditivos del ego.
A descubrir que la luz
no siempre deslumbra,
a veces,
simplemente alumbra.
Hoy sé
que la sobriedad no es ausencia,
sino presencia.
Es valorar lo que importa,
aunque no brille.
Es habitar lo simple
como sagrado.
Es respirar la calma
de quien está saciado.
Más sobre el autor:
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POEMAS SUFÍES -- Maulana Jalāl Al-Dīn Rūmī
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gracias por compartir, de ser posible podruian pasarme informacion o temas que eengan que ver con niños, estoy trabajando con un internado de niños y cualquier material me sirve para poder desarrollar temas con los mismos….gracias Un abrazo