Marta fue alcanzada por la intensidad en forma de experiencia mística. Durante un retiro, el maestro activó los centros energéticos de su cuerpo y, de pronto, una energía viva recorrió su interior. Era una vibración sagrada, sintió a la divinidad respirando en ella. Aquella presencia era tan luminosa que su única prioridad era no perderla. Desde entonces, dedicó todo su tiempo a sentirla, a observarla, a mantenerse en contacto con esa corriente interior, como si apartar la atención un solo instante bastara para perder la conexión.
El tipo de experiencia que Marta vivió no es fruto del azar. Cuando una energía viva se despierta en el cuerpo, la práctica espiritual cobra otra dimensión. Un verdadero guía puede ayudar a activar esos centros dormidos para que la atención se vuelva un fuego natural. Sin esa iniciación, a menudo las prácticas espirituales no dan frutos. Se medita, se leen libros, se intenta ser “espiritual”, pero la energía no se mueve. No hay transformación real. Esa chispa, cuando se aviva, da comienzo a la etapa de la intensidad.
El camino espiritual puede resumirse en dos etapas: la intensidad y la expansión. Comprenderlas es vital para orientarse cuando la espiritualidad empieza a arder. La primera etapa, la intensidad, no se elige. Comienza cuando algo te descoloca tanto que ya no puedes seguir viviendo del mismo modo. Todo lo que dabas por hecho se desmorona, y la atención se concentra en una sola pregunta: ¿qué soy? Lo demás pierde sentido, y solo queda el impulso de conocerse a uno mismo.
Esta fase, en el caso de Marta, llegó como una revelación, pero también puede llegar como una crisis, cuando la mente se enfrenta a una gran contradicción o a una situación difícil de asimilar, y de pronto ves con claridad que los pensamientos aparecen solos, como un torrente incontrolable, y algo en ti se asusta. Surge una necesidad urgente de comprender cómo funciona la mente. Ya no puedes seguir identificado con la historia de tu vida. La atención se vuelve intensa, observando cada pensamiento que surge, intentando averiguar de dónde nacen las emociones, los planes y los deseos. En ambos casos ocurre lo mismo: algo se rompe y ya no puedes seguir igual.
Durante esta etapa, la vida de la aspirante espiritual cambia por completo. Todo se centra en lo que considera espiritual. Cambia hábitos, costumbres, incluso su forma de hablar o comportarse. Quien antes no perdía ocasión de salir con los amigos ahora pasa el día en soledad, leyendo sobre conciencia. Se vuelve más disciplinada: medita durante horas, evita distracciones, deja de comer carne, busca pureza en cada acto.
Su entorno no lo entiende. Algunos creen que se ha vuelto fanática o que se ha alejado de la vida. Pero lo que en realidad ocurre es que algo más real ha empezado a reclamar su atención. La intensidad es así, una etapa absorbente, de entrega total. Dura lo que tenga que durar (semanas, meses o años), y su función es quemar lo viejo, deshacer las identidades y vaciar lo aprendido para dejar espacio a lo esencial. Es el tiempo del fuego espiritual, el momento en que el foco de atención se reduce a un único interés. Es una transformación del centro de gravedad.
Entonces, sin buscarlo, la intensidad se abre a la siguiente etapa, la expansión. Después de tanta tensión, la atención se relaja. Ya no hay que sostener nada. Lo espiritual deja de ser práctica y se convierte en forma de vida. El silencio y el ruido, lo agradable y lo incómodo, todo empieza a caber dentro del mismo espacio. Lo que antes era descarte ahora es amplitud, un espacio abierto que acoge la vida tal como es.
Es el umbral en el que el fuego deja de destruir y empieza a iluminar. Cuando llega la expansión, la mirada se suaviza y lo espiritual lo abarca todo. Deja de haber distinción. La vida entera se vuelve una sala de meditación. Comer, reír, trabajar o descansar se sienten igual de sagrados. La persona parece volver a ser la de antes, recupera sus rutinas, vuelve a salir con sus amigos, deja de meditar a las seis de la mañana. Pero ese regreso tiene otra calidad, es más natural, sin pretensiones ni necesidad de parecer espiritual.
La expansión es comprensión encarnada: no somos lo que pensamos, ni lo que sentimos, ni lo que nos pasa. Somos el espacio donde todo eso ocurre. Cuando esta comprensión se asienta, la atención expandida se vuelve tan natural como respirar. La vida sigue igual, pero ya no pesa. Marta dejó de esforzarse por mantener la energía divina. Comprendió que esa fuerza no la abandonaba porque provenía de ella misma. Y al relajarse, la energía se expandió sin esfuerzo, habitando cada rincón de su vida cotidiana.
Cuando la vida nos empuja a iniciar el camino espiritual, el acompañamiento de un terapeuta o guía experimentado puede marcar la diferencia. Alguien que haya transitado ese fuego puede ayudarte a reconocer lo que te sucede y mostrarte que lo que arde no eres tú, sino lo que impide ver quién eres. No se trata de seguir a nadie, sino de permitir que una mirada lúcida te ayude a encender la tuya. Muchos creen estar en el camino espiritual porque practican o estudian, pero aún no han sentido el fuego que lo quema todo. Cuando llega, ninguna teoría sirve. Solo queda vivirlo, dejarse atravesar y rendirse.
Y si estás ahí, en plena intensidad, sintiendo que la vida se deshace y que no puedes volver atrás, recuerda esto: lo que eres no se pierde. Aunque el mundo se derrumbe, aunque la mente arda y el cuerpo tiemble, la presencia sigue intacta. No te preocupes por perder la presencia. Ella nunca te ha perdido a ti.
El fuego y el silencio no son dos. Son el amor reconociéndose en sus formas. No hay que sostenerlo ni entenderlo, solo reconocerlo entre las ruinas. Relájate en la observación. Deja que el fuego haga su trabajo. Detrás de todo lo que desaparece hay algo que nunca cambia: tu verdadero ser.
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